Hoy a mediodía, hora del paseo. Les digo a los perros: “¿Nos vamos de paseo?” Los perros bailan y bailan como locos. Me pongo el pantalón del campo y la sudadera. Los perros siguen bailando. Cojo el móvil, las llaves del coche, los kleenex y la tarjeta de la seguridad social, para ir identificada y de paso poder ir a urgencias si me rompo un tobillo. Los perros siguen bailando.
Voy a la puerta trasera y le echo la llave. Les pongo los collares a los perros. Siguen bailando. Quito la basura para tirarla al contenedor de camino al campo. Me pongo la chupa y las botas. Salgo a la calle para meter la bolsa de basura en el coche y quitar la bandeja trasera para poder meter a los perros. Ellos esperan pacientemente. Entro en casa. Los perros corren como locos al cajón de las correas. Se las pongo. Salen corriendo al jardín con ellas puestas. Cojo las llaves, quito la llave que está puesta en la cerradura por fuera para abrir, la cuelgo por dentro, y cierro la puerta de un portazo. Meto en la cerradura la llave del manojo que tengo en la mano y..... no gira. ¡Mierda, he cogido las llaves de casa de mi hermana!
Dudo qué hacer, si pasar a su casa a buscar mis llaves o marcharme al campo. Decido irme al campo: los perros ya están nerviosos, y, si paso a casa de mi hermana, Boxer va a creer que voy a buscarle y se va a alborotar. Además, a lo mejor cuando vuelva, mi hermana ya ha llegado.
Nos vamos al campo, sin cerrar la cancela del jardín, porque no tengo la llave.
Vuelvo a casa. Mi hermana no ha llegado. Medito un poco. ¿Paso a buscar mi llave? Boxer está dormido, y me da pereza pasar y alborotarlo. Además la Gata Luz tiene una herida y no puede salir de casa. A ver si se me va a escapar.
Tengo una idea: voy a mirar si alguna de las dos ventanas que no tienen reja se ha quedado mal cerrada (a veces pasa). La primera (la más baja y accesible) está bien cerrada. Doy la vuelta a la casa, a la ventana del porche y, ¡oh, eureka, se abre! Sólo tengo un problema: está muy alta para entrar directamente por ella.
Como soy una chica de recursos, me voy a la leñera, saco la escalera, y la pongo debajo de la ventana. Subo por la escalera. Sira llora y ladra, preocupada porque soy una inconsciente. Chico me da con las patas en la escalera y los pies para que baje. “¡Chico, estate quieto, que me voy a partir la crisma!” Finalmente, paso una pierna por la ventana y, ¡voilá!, estoy dentro. Me he clavado en el culo la barra de subir el toldo que estaba ahí, detrás del sillón, pero es un detalle menor. ¡¡Aplausos, aplausos, estoy dentro, soy una genia!!
Abro la puerta principal (a la que no pude echar la llave porque no la tenía) para que entren los perros. Voy a coger las llaves para abrir la puerta trasera y.... ¡no están! La mesa está vacía. ¡La madre que las parió! ¿Dónde he metido las malditas llaves? Me registro los bolsillos de la chupa. Nada. Miro en la cerradura, por si se quedaron puestas. Tampoco. Registro el porche, la sala, el cajón de las correas, la cocina... hasta detrás del cubo de la basura. Las llaves de las narices no están en ningún sitio. Me quito la chupa pensativa. Meto la mano en el bolsillo de la sudadera y, ¡¡¡¡¡ahí están las /&%&/% llaves!!!!
Moraleja: he hecho el ridículo. Resulta que todo ese tiempo, mientras yo me iba al campo, paseaba, volvía y montaba todo ese bochinche, las llaves estaban tan panchas en mi bolsillo, carcajeándose de mí a mandíbula batiente.

