Ibas a ser una labradora, pero quiso el destino que lo que llegara a mis manos fuera aquel boxercito pequeñín, de pechete recio y piernecillas de bailaor. No se me olvidará la primera vez que te vi, recién llegado de Málaga, cuando se abrió aquel maletero y apareció tu cabecita, con esos ojitos relucientes de mirada suplicante.
Desde aquel día cambió todo. Eras mi primer perro. En mi casa había habido perros, pero tú eras el primero “mío”, el primero de cuya educación yo sería totalmente responsable. Fuiste mi conejillo de Indias, y no puedo enumerar los mil y un errores que habré cometido contigo. Tantos, que si no fueras como eres la cosa habría sido un desastre. Pero tu carácter, tu bondad natural, tu alegría y tu disposición a aprender y agradar han hecho que no sean tan graves. Si hoy eres lo que eres, es más gracias a ti que a mí.
¿Te acuerdas de aquel primer invierno, tú y yo, triscando como cabras por el monte día tras día, lloviera o nevara? Eso no lo había hecho nunca por nadie, y nadie lo había hecho nunca por mí. ¿Recuerdas cómo nos miramos atónitos cuando nos encontramos cara a cara con aquel jabalí? ¿O el lío en el que nos metimos el día que, queriendo atrochar, terminamos en medio de un campo de zarzas que a mí me destrozaban el pantalón y a ti te cubrían por encima de la cabeza? ¿O aquellos atardeceres que mirábamos llover desde los escalones del porche?
Nunca pensé encontrar un compañero tan fiel y abnegado. Tan incondicional y tan alegre. Tan intuitivo hacia mi estado de ánimo. Y nunca pensé que pudiera existir un ser vivo tan generoso. Debí sospecharlo, cuando vi la manera en la que te relacionabas primero con los gatos (que te detestaban, ¿te acuerdas?) y luego con los perros, las personas y todo bicho viviente. Como digo, debí sospecharlo, aunque cuando realmente me empecé a dar cuenta fue cuando llegó Sira y, no sólo no diste la menor muestra de celos, sino que le cediste tu cama, tu comida, tus juguetes y la atención de tus amos, todo ello con los brazos abiertos y una sonrisa en los labios (sí, una sonrisa, yo la veía). Y terminé de confirmarlo cuando llegó Boxer, ese pequeño terremoto que lo revolucionaba todo a su paso. Fuiste con él la mejor de las niñeras, y una ayuda impagable. Lo vigilabas cuando dormía, y jugabas con él, lo cuidabas y lo entretenías cuando estaba despierto. Sin ti, todo habría sido muchísimo más complicado. Incluso ahora, que te saca una cabeza, sigues entreteniéndolo y educándolo, ¡y hasta quitándonoslo de encima cuando ves que nos está agobiando!
Y dirás, ¿por qué me escribes ahora esta carta? Pues porque te lo mereces, y porque los homenajes hay que rendirlos en vida. Porque tú fuiste el primero y, aunque detrás llegaron otros, y algún día llegarán más, tú estarás siempre ahí. Has puesto el listón tan alto, que no sé si alguno llegará alguna vez a tu altura. Pero no importa, porque hasta para eso eres generoso.
Te quiero con toda mi alma, corazón.

